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La espiral del silencio

De entre las pocas personas que, según las informaciones publicadas, mantienen contacto directo y estable con el Presidente del Gobierno (una de ellas residente temporal en Soto del Real, por lo visto), alguna tendría que recomendarle una renovación profunda en su gabinete de comunicación. O, al menos, un concienzudo curso de reciclaje profesional; y, si es posible, que no lo dé Pedro Arriola. Por favorecer la competitividad y reducir el presupuesto, sobre todo.

La estrategia de mutis por el foro que viene siguiendo Mariano Rajoy resulta especialmente sorprendente si uno se fija en el calendario. En estos tiempos de clamor por la transparencia, guardar un insistente silencio se mezcla con el «quien calla, otorga» del refranero español para ofrecernos un cóctel burbujeante y explosivo. Es cierto, eso sí, que es una postura coherente en un señor que afirma que sólo lee el Marca.

Sin embargo, cabe esperar más de sus encargados de comunicación. La callada por respuesta como estrategia de cara a la opinión pública quedó finalmente sentenciada de muerte —nunca fue muy popular, claro, por razones obvias— en el año 1977 con la publicación de La espiral del silencio, la obra de la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann que las personas del gabinete de comunicación del Partido Popular ya deberían haber leído o estudiado en la Universidad. A no ser que dicho gabinete lo compongan antiguos alumnos de esas facultades donde se compran en pack la licenciatura y las prácticas en empresas amigas, donde leer y aprender son minucias secundarias.

En su obra, capital para entender cómo se generan y funcionan los procesos de variación en la corriente de opinión pública, Noelle-Neuman hizo una afirmación valiente: el silencio es el patrimonio de los perdedores. Este hecho, que se constata de forma evidente en los procesos históricos, aparece como herramienta de “supervivencia social”. Como, en general, la mayoría de la gente quiere mantener la sensación de pertenencia al grupo, la reacción primera habitual es averiguar cuáles son las opiniones y comportamientos mayoritarios dentro del mismo. Si al contrastarlas con las suyas propias el sujeto entiende que forma parte de la minoría, su tendencia será a tener un cuidado especial al exponerlas en público. Mal síntoma para el Presidente de todos los españoles.

El análisis de la politóloga alemana se centra en el papel que aquí juegan los medios de comunicación de masas, reconociendo la importancia del auge del fenómeno televisivo de su tiempo. Cabe imaginar que sus argumentos sean aún más relevantes en la era de Internet y la sobreexposición informativa. Este fenómeno multiplica el alcance y la relevancia pública del silencio, que se vuelve por sí mismo hecho noticioso y desencadenante de reacciones. Sin embargo, el Presidente del Gobierno, sin que nadie en su gabinete de comunicación se lo impida, en la rara ocasión en que decide no callar, se planta ante todos los españoles desde dentro de una pantalla de plasma y pone muecas raras cuando le cogen desprevenido y le preguntan por Bárcenas. Hasta la fecha, ha vetado 39 de las 50 solicitudes de comparecencia que se le han presentado. Un elefantiásico y chirriante montón de silencio.

En procesos donde el clima de opinión pública juega un papel protagonista, el silencio como estrategia de defensa sólo sirve para favorecer la estrategia de ataque del antagonista. Lo que al principio podría haber sido un núcleo importante de personas dispuestas a creer al Presidente del Gobierno, ha quedado mermado y herido de muerte ante esta espiral de silencio. El clima de opinión desfavorable a su papel en este caso de corrupción se ve alimentado por su no reacción, lo que hace que una serie de individuos que antes consideraban la suya una opinión mayoritaria deja de creerlo y no manifiesta su opinión. A su vez, esta desconfianza creciente entre la población acelera el miedo del Gobierno y le hace ahondar en su silencio, lo que retroalimenta el proceso ad infinitum. Y en ésas estamos.

Parece ahora que, atropellados por la realidad, quienes llevan la comunicación en el Partido Popular se han dado cuenta de la obviedad y están formando filas para contraatacar. Argumentarios repartidos, solicitud de comparecencia; como dicen en mi tierra, vámonos que nos vamos. Echar a pelear los perros, como quien dice. Ante el miedo a que el clamor social acabe por desbordar las costuras por un sitio inesperado, el Gobierno intenta fagocitar el fenómeno y devolverlo a unos causes institucionales que se están poniendo en duda día sí y día también. Una maniobra a la desesperada en la que cuenta con la ayuda inestimable del PSOE de Rubalcaba.

Que nadie se lleve a engaño abrumado por lo demoledor de las portadas de los diarios: siguen sin tomar en serio a la ciudadanía. Este movimiento de Rajoy tiene por objeto espectacularizar el caso, convertirlo en algo que se sigue por televisión como una telenovela posmoderna, y poco más. Según fuentes del propio Ejecutivo, esperan tener todo este asunto resuelto antes de septiembre, momento, dicen, en el que ya sí que habrá otras cosas mucho más importantes que hacer. En nuestra mano está seguir participando de la espiral de silencio y permitir que nos sigan tomando por el pito de sereno tanto como que dejen de hacerlo. Nosotros sabremos.

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apuntes, cine

La ignorancia está bien

Decía yo el otro día, iluso de mí, que la ciencia ficción distópica había prevenido a las sociedades occidentales contemporáneas de los peligros de la falta de control sobre el control y los abusos del Estado con la tecnología como herramienta imprescindible. Pues bien, como el optimismo gratuito en esta vida suele pagarse caro, pocos días después Edward Snowden filtraba al Guardian, al Washington Post y la prensa de todo el mundo el alcance del programa PRISM. Y de vuelta al derrotismo ilustrado.

Resulta complicado, no lo duden, tener que reconocerle a George W. Bush, el hombre que leía los libros del revés, el mérito de haber ideado un plan maestro que habría hecho temblar a George Orwell. Tanto o más difícil que intentar comprender cómo Barack Obama, Premio Nobel de la Paz en 2009 para vergüenza de todos, y tras justificar haber continuado con el plan de Bush con sólidos argumentos como “esto es legal”, no haya decidido elevar al siguiente nivel este deprimente circo de payasos en traje y corbata quemando el premio a las puertas de la Casa Blanca; en un caldero antiguo con lava y una máscara de Sauron, se me ocurre. Al fin y al cabo, si ya nos hemos puesto todos de acuerdo en que vamos a hacer política no para cambiar el mundo, sino para mantener entretenidos a los medios y la ciudadanía, vamos a hacerlo como se merece.

Si en algo se han puesto de acuerdo los mandatarios occidentales y el autor inglés, eso sí, es en los eslóganes principales, o al menos en dos de ellos. Repasémoslos: “La guerra es la paz”, reformulada como guerra contra el terrorismo —esa máquina de destrucción irredenta—, que en la última década y pico ha matado a menos personas que el tabaco, la obesidad, el SIDA, los tiroteos entre civiles o el hambre; temas, por cierto, que no parecen preocupar tanto a según qué políticos.

Siguiente: “La libertad es la esclavitud”. Quizá el más peligroso, porque necesita la aceptación implícita de este eslógan por parte de los mismos. Y una vez que cuentan con la aprobación, aunque sea implícita, es muy difícil parar el proceso de conquista. Enfrentadas a un mundo de posibilidades abiertas, las sociedades occidentales han preferido optar por la estrategia del avestruz y el virgencita que me quede como estoy. Nos dieron una parcela de libertad que no sólo desperdiciamos, sino que además prácticamente pedimos a gritos que nos quitaran, o al menos no hicimos nada para evitarlo. El eterno miedo a la libertad del que hablaba Fromm.

El tercero es interesante porque puede ser analizado desde ambas perspectivas. “La ignorancia es la fuerza”. Se mire desde donde se mire, la ignorancia por parte de la ciudadanía de los juegos del poder es el engranaje principal que, a día de hoy, sigue haciendo correr esta máquina. La prensa dosifica los escándalos, bien por propio interés o por presiones externas, y la indignación se convierte en un goteo inacabable en el que el vaso nunca termina de rebosar. No debería sorprendernos este uso de la estrategia mediática: así ya nos inmunizaron contra la violencia extrema y la pornografía —sexual, sentimental o de cualquier otro tipo—. Pura y simple sobreexposición. Genera inmunidad. Siempre funciona.

Resulta especialmente sorprendente el anacronismo de algunas explicaciones ofrecidas por la administración estadounidense. El mayor de ellos fue intentar excusarse diciendo que “no lo hacían sobre ciudadanos americanos”, lo que imagino que al resto del mundo, como a mí, le sentaría como una patada en los mismísimos.

En primer lugar, nadie puede tener realmente idea de la información que se está recogiendo, de a quién pertenece o de qué se está haciendo con ella, lo cual ya sería motivo suficiente para desmontar todo el tinglado o volverlo transparente como la masa encefálica de Paris Hilton. En segundo, se quieran enterar o no, hace mucho que la circunscripción de la acción política y económica dentro de los límites del Estado-nación ya pasó de moda. La burbuja de las puntocom nos lo enseñó. La burbuja de las subprime nos lo volvió a enseñar. Los paraísos fiscales nos lo enseñan cada día. Las deslocalizaciones diarias de grandes empresas nos lo seguirán enseñando a menos que algo cambie. ¿De verdad creen que pueden permitirse seguir fingiendo?

El problema de verdad es ése. Aceptamos que el poder es un juego que se juega de puertas adentro, y que se juega con mucho dinero, y que la ignorancia es la fuerza así que aceptaremos el reality show de tres al cuarto que nos quieren hacer pasar por vida política pública. La falta de alternativas, que es casualmente el mismo argumento que usan quienes tratan de desmantelar los Estados —especialmente si son del bienestar— y convertirnos a todo el mundo en homo economicus a la fuerza porque, dicen, al final será mejor para nosotros. La libertad es la esclavitud.

¿Recuerdan la película Bulworth, dirigida por Warren Beatty en 1998? Fue una de las primeras en las que uno pudo enamorarse en condiciones de Halle Berry. Aparte de eso, era una gran apuesta del estudio Fox. Beatty y Berry en los papeles principales, música de Ennio Morricone, fotografía de Vittorio Storaro… un dispendio. Pero la película debió de no gustar demasiado a Rupert Murdoch. Probablemente porque Beatty pone a caer de un burro a los medios de comunicación americanos, a la financiación de sus partidos políticos, al desdén sistemático por los problemas importantes, a la hipocresía necesaria. Murdoch decidió contraprogramar. No canceló la película, sino que hizo una jugada maestra: la estrenó el mismo día que… Godzilla. Obviamente, los resultados en taquilla hablaron por sí solos (otra de esas cosas que hemos aceptado con tranquilidad inusitada). Beatty no ha vuelto a dirigir desde entonces. Murdoch, y también Bush y Obama, con un nivel intelectual que, visto lo visto, difícilmente está a la altura del de Orwell, han decidido reescribir el último de los lemas: cambiaron “Ignorance is strength” por un simple y directo “Ignorance is good”. Para que la gente lo entienda.

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Pagar jugando: hemos creado un monstruo

Se veía venir. Como siempre, Los Simpson nos previnieron: aquella magnífica escena en la que a Lisa le llega una enorme caja con la factura de lo que se ha gastado comprando canciones en myTunes para su myPod. Los casos se han venido sucediendo en los últimos meses. Uno de los que puso por primera vez el asunto en el ojo público fue Will Smith, un niño británico de seis años que dejó a su abuelo Barry con dos mil dólares menosen la tarjeta de crédito en una inocente sesión jugando a Tiny Monsters. Sin salirnos del Reino Unido, en Bristol, nos encontramos el caso de Danny Kitchen, un niño de cinco años al que una partida de Zombies vs. Ninja le costó a sus padres nada menos que mil setecientas libras, es decir, unos mil novecientos cincuenta euros. A finales del año 2011, Jack Drager, otro niño británico (no descartemos que esté creciendo una generación de ingleses gilipollas, no sería la primera vez) le dejó a sus padres una roncha en la cuenta bancaria, esta vez de unos mil quinientos euros, jugando a Tap Zoo. Los hijos de Sam Vesty, jugador internacional con la selección inglesa de rugby, se dejaron unos tres mil setecientos euros en un Farmville majestuoso. ¿Qué tienen en común todos estos juegos? Son gratis.

El salto a las plataformas móviles de Apple, especialmente al iPhone y el iPad, ha sido sin duda uno cualitativo. Sin embargo, no es ni mucho menos la única corporación afectada. Microsoft también tuvo problemas en 2011, cuando un niño de once años de Kent (¿qué les pasa a los ingleses?) quiso poner guapo a su personaje de Xbox Live, y la broma le acabó costando a su madre, comercial de ventas y cantante a tiempo parcial —el claro ejemplo de una persona de éxito—, unos mil doscientos cuarenta euros. Se ve que la ropa virtual está en un mercado más alcista que la real, como también pudimos ver en el segundo episodio de la primera temporada de Black Mirror, de Charlie Brooker.

Las denuncias, por supuesto, no tardaron en llegar. Tras las primeras devoluciones, Apple implantó un sistema con el que pensó que podría defenderse legalmente ad aeternum de estas acusaciones: si pasan más de 15 minutos entre compra y compra, la máquina te pide de nuevo la contraseña. Claro que el juez no opinó lo mismo.  De hecho, algunos de los progenitores se mostraron especialmente sorprendidos por que sus hijostuvieran la capacidad de gastar miles de dólares o libras de su dinero en menos de un cuarto de hora. Un colectivo de padres de San José, California, ha llegado a demandar a Apple por este tipo de juegos, a los que denominan bait apps (aplicaciones cebo, en una traducción poco afortunada).

No son los únicos con la sensación de que aquí hay gato encerrado. Incluso algunos medios han llegado a preguntarse en sus titulares si Apple no está engañando a sus consumidores («Cheating the public») con este tipo de actuaciones. A este modelo se le conoce como Freemium, tiene más años —dentro de la contigencia internetil— que el café migado, y el hecho de que salte a la palestra pública recientemente no es más que un síntoma de hasta qué punto la democratización tecnológica occidental es una realidad palpable. Freemium es, más o menos, el nuevo nombre de un modelo de negocio que ya dio el éxito a productos tecnológicos comoDoom, el juego de culto de John Carmack y John Romero: el Shareware. La historia (¿casi?) completa de Doomy de id Software la pueden encontrar en el entretenido libro Masters of Doom de David Kushner.

Es en la historia de los MMORPGs (Massively Multiplayer Online Role-Playing Game, por si quedaba alguien que no lo supiera) donde encontramos el origen y la explosión del modelo Freemium, especialmente en los títulos coreanos (del sur, claro). Ya en 1996 había señales de su popularización en el juego Furcadia, y en 1999 unos cuantos desarrolladores perpretaron aquel horror llamado Neopets, que es sin duda el predecesor de buena parte de la porquería sui generis —My Little Pony y demás engendros— que hoy llena las estanterías de nuestras tiendas de aplicaciones. En el caso de los juegos coreanos es una práctica especialmente normalizada, que podemos ver en MMOs como Ragnarok OnlineFiesta OnlineFlyff, Gunz… la lista es prácticamente interminable. Sin embargo, no son sólo pequeños juegos los que han adoptado este modelo desde la normalización de las transacciones económicas en Internet, al menos en otros países. El MMO basado en El Señor de los Anillos, LOTR Online: Shadows of Angmar, de 2007, adoptó este modelo ante la insostenibilidad de su tipo de suscripción. Age of Conan, lanzado en 2008, también adoptó el modelo F2P (Free-To-Play). Y el último mazazo ha sido el del autoproclamado juego más caro de la Historia, el MMO Star Wars: The Old Republic, cuyo desarrollo costó alrededor de doscientos millones de dólares.

Tal es el éxito del modelo Freemium que a día de hoy alrededor del 65% del dinero que se genera a través de aplicaciones es, precisamente, en este tipo de juegos gratuitos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental —o al menos solía haberla— entre jugar a Ragnarok Online y a La ciudad de los pitufos: la media de edad y de conocimiento de la herramienta que se requieren en cada caso. Para jugar a algunos MMOs incluso tenías que editar archivos de configuración a mano (!), por no mencionar el hecho de que hace algunos años el nivel de conocimiento medio de alguien que pasara mucho tiempo jugando en Internet era bastante superior a la media de hoy. Y eso en el caso de los niños.

Apple y Microsoft claman lo de siempre, la excusa favorita de cualquiera que hace trampas: que al final es el consumidor el que decide o no si comprar, y que no es responsabilidad suya si tú le dejas tu iPad a tu hijo y te funde la tarjeta de crédito. Ahora ya no son sólo los niños quienes tienen que entrar en la generación digital —hoy de manera absolutamente natural—, sino que sus padres también están obligados a hacerlo, y a jugar al gato y al ratón con las contraseñas, a menos que quieran que estas compañías o cualesquiera otras les roben en la cara al más mínimo descuido, eso sí, todo muy legalmente.

Es perfectamente legal que hagas un juego destinado a niños de entre cinco y diez años. Es perfectamente legal que digas que el juego es gratis, y también es perfectamente legal que en realidad no lo sea. También es perfectamente legal que comprar un accesorio para tu pitufo de La ciudad de los pitufos cueste alrededor de 75 euros. De lo que no estoy seguro es de cómo de legal es permitir que un ser humano que no conoce el valor del dinero aún (¡por suerte!), que es de hecho el público target de tu producto, tenga que tomar obligatoriamente decisiones de compra. Cualquiera que haya jugado a estos juegos sabe que en ocasiones es casi imposible avanzar o divertirse sin dejarse los cuartos.

De si es legal, no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que es inmoral. Y de que el dinero, hasta donde yo sé, todavía no confiere legitimidad moral o cívica a nada. Por mucho que se empeñen. Merece la pena no olvidarlo.

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«Sé hablar, pero pensar no»

Que no les engañen: en muchas ocasiones, ser un pedante es una cosa divertidísima. Especialmente si uno vive rodeado de una manada de autómatas disfrazados de seres humanos cuyo rostro muta en algo parecido a las caras de Bélmez en cuanto oye un par de neologismos o sobreesdrújulas.

Lo más curioso de todo es que los españoles hemos aceptado este estado de indigencia mental mayoritaria como algo de todo punto natural, casi necesario, en nuestro modelo de país, lo que da una idea de los graves problemas idiosincráticos que venimos arrastrando desde que fuimos el primer imperio fallido de la Historia.

También tenemos el problema de repetirnos una y otra vez la misma cosa hasta que la creemos cierta (¡y eso que sufrimos a la Legión Cóndor, lo que debería habernos servido como escarmiento!). Por ejemplo, en nuestras cabeceras informativas es fácil encontrar día sí, día también, ese mantra de que los jóvenes de hoy somos “la generación más preparada” e idioteces similares. Refutar esta afirmación es tan fácil como abrir cuatro o cinco cuentas de Facebook, Tuenti o Twitter al azar y contar el número de faltas de ortografía y cultura general por píxel cuadrado; en esto los alumnos no se diferencian mucho de sus propios profesores, a juzgar por los datos publicados recientemente por EL PAÍS. Si la educación en España tiene que ser «mejor» en algo —además de en inútiles patrañas pedagógicas—  gracias a la LOGSE, deberíamos construir entre todos un bote con tablas y hojas de platanero (¿sabríamos?) y esperar a encallar en un lugar muy lejano algún día.

El asunto es grave. Buena parte de la generación que ronda los veinte años es incapaz de enfrentarse a un texto medianamente serio y escrito con rigor. Simplemente, no lo entiende. Por supuesto, lo de que sus escritos parezcan redactados por personas mentalmente sanas podemos darlo por descartado. El trabajo del profesor de secundaria es ahora mayor, si cabe: antes de hacer cualquier otra cosa, hay que pasarse un cuarto de hora descifrando el proto-español del alumno, que parece que escribió el texto sin un solo signo de puntuación y al final los añadió un poco al azar, donde le pareció que quedaban bien. Supongo que podemos considerarlo una victoria pírrica para los defensores de la escritura automática y un revolcón en sus tumbas para James Joyce y Miguel Delibes.

Sin embargo, la incapacidad para la redacción es síntoma de un problema mucho más serio: la incapacidad para pensar. Sobre las relaciones entre pensamiento abstracto y lengua se ha pensado casi desde el inicio mismo de la filosofía, y los apriorismos kantianos son una de sus manifestaciones más establecidas: no sabemos pensar fuera de ciertos «parámetros» que nos brinda nuestro propio idioma. Es la razón por la que yo encontraría ciertos problemas para describir la nieve de la misma manera que un inuit. Él probablemente tendría que hacer un esfuerzo por aprender «gazpacho».

¿De dónde viene, pues, esta incapacidad para pensar? ¡Correcto! La televisión. O, más bien, la omnipresencia del discurso televisivo oral. Toma pedantería. Para entenderlo mejor, piensen en una película cualquiera, o incluso en sus propios diálogos con sus amigos. El discurso oral en la vida diaria sigue un hilo gramatical bastante libre: dejamos frases a la mitad, cambiamos constantemente de asunto, nos interrumpen o nos interrumpimos, etcétera. Y ahora piensen en una película española contemporánea «al uso», esto es, bastante mala: ¿no notaron nunca la rigidez del discurso de los personajes? Hace años que el español de nuestro cine suena agarrotado y anquilosado, quijotesco en el mal sentido (de esto se quejaba mucho Vicente Aranda), y en el resto de los casos es directamente hortera y desagradable (la filmografía de Mario Casas y las películas de Alberto Rodríguez andará por aquí). Esa sensación nos sobreviene porque el guión es demasiado «literario», casi forzando a la declamación más que a la interpretación metódica, lo que se une a la evidente falta de talento de la mayoría de actores de nuestro tiempo. Como viene siendo costumbre, lo estamos haciendo al revés.

Los reality shows, la prensa del corazón («Putón Verbenero ha sido vista en actitud romántica con un guapo empresario italiano pasando un tórrido fin de semana en la Costa Azul francesa») y la desaparición de los libros obligatorios en las estanterías de las casas ha conseguido que, literalmente, hablemos como pensamos. Ese axioma de la libertad de la expresión. Lo malo, en este caso, es que lo de decir lo que uno piensa sólo funciona bien cuando uno piensa algo que merece la pena decir.

Y así, por arte de birlibirloque (¡pedante!), acaso antitéticamente (veo una muchedumbre con antorchas dirigirse hacia mí al grito de «¡pedantón al paredón!»), acabaré con una recomendación: sean pedantes. Digan palabras de muchas sílabas, joder, que no somos ingleses ni tenemos prisa. ¿O es que llegamos tarde a trabajar? Huyan de los adverbios en –mente, eso sí, que son un horror, pero usen el hipérbaton y la sinécdoque y la analepsis y el condensador de fluzo. Pero, sobre todo, sean pedantes sólo si pueden permitírselo. De imitadores cutres, bon vivants de pacotilla y posers de todo tipo ya tenemos más que suficiente en nuestro mundo.

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prosita

Una tarde en el museo

El museo solía ser un lugar para huir de la idiotez ajena, aunque se haya convertido en ocasiones en el sitio para enfrentarse sin remedio con la idiotez del artista.  Cuando llega el otoño y empieza la lluvia, algunas tardes se convierte en improvisado refugio para parejas de adolescentes y grupos de paseantes, y el murmullo y las risas contenidas se vuelven un golpe de luz en un edificio vetusto y oscuro, amordazado en sus entrañas por un silencio que es sepulcral más que respetuoso. Una fuente de azulejo cuya agua lleva estancada más de dos décadas preside el patio central; en ella sobreviven aún un par de peces de color naranja.

Al entrar, el conserje me informa de que la visita habrá de ser corta porque el museo se desaloja a las ocho y cuarto, a pesar de que en el horario oficial indica que la hora de cerrar es cuarenta y cinco minutos más tarde.  Lo miro, me mira, y nadie dice nada porque no es necesario. Ojalá todas las relaciones fueran así. Tras subir una escalera que a mí me parece de mármol blanco muy normal —para el siglo XIX—, pero que un cartel afirma que es “real”, entro en la sala de la exposición que buscaba.

La reconozco de espaldas, hecho que me sorprende a pesar de haberla visto allí ya dos o tres veces. Lleva falda oscura, medias de encaje y botas; es un escándalo público y tengo la suerte de formar parte del petit comité que la contempla. El pelo, de un rubio apagado, le cae justo por debajo de los hombros. Está parada delante de un cuadro, mirándolo desde cierta distancia con los brazos en jarras, como si le pidiese explicaciones a alguien que sabe algo importante pero no lo quiere decir; es algo que pasa a menudo con el arte. También está sola, como las otras veces. Tengo el impulso de acercarme por detrás y agarrarla de la cintura, fingiendo que somos viejos conocidos que no se ven desde hace mucho tiempo. Quizá me seguiría el juego; también me ha visto otras veces aquí, tan solo como ella pero con peor silueta.

Observo un cuadro mientras pienso que las aventuras son esas cosas que les suceden a los demás. En la pequeña máquina de dibujar de mi cerebro se produce una lucha entre las figuras de Brueghel y unas medias de encaje, y yo sería incapaz de decidirme por sólo una de ellas. Un gesto instintivo me hace volverme en su dirección y la encuentro mirándome, pero aparta rápidamente los ojos y gira un poco su cuerpo, sin terminar de darme la espalda. Rebusca distraídamente en su bolso y escudriña su teléfono móvil. Luego me mira otra vez. Nos sonreímos un instante, pero al momento se tuerce con un gesto entre extrañeza y sorpresa y vuelve a darme la espalda. Su nariz es pequeña y un poco respingona, y al sonreír queda al aire un poco de su encía superior, que le da un aire bisoño, casi infantil, como esas personas que llegan a la madurez con los incisivos un poco separados. Ha empezado a llover fuera.

Siempre jugamos a lo mismo. Cuando me intento acercar a ella, me mira de reojo y se mueve despacio hasta el siguiente cuadro y me espera allí. Yo hago como que no me percato de la situación y cruzo la sala, acercándome a donde está. Al oír mis pasos cerca se aleja, distraída, a zancadas amplias, como una niña que juega a desfilar. Me quedo absorto imaginándola saltar sobre un charco, y de repente me doy cuenta de que nunca he oído su voz. Vuelvo a caminar en su dirección, pero esta vez no se mueve y me coloco a su lado. La oigo respirar. Suspira. Ojalá me mordiese. Ambos miramos fijamente el cuadro como si el otro no estuviera allí. Está perfectamente quieta, pero puedo notar sus nervios a flor de piel. En un gesto mínimo de su cuerpo, el crujir de su ropa resuena por la sala como si alguien acabara de disparar un fusil.  Miro alrededor, sobresaltado, y me doy cuenta de que estamos solos en la sala. Ella también lo ha hecho. De repente, entra un tipo de seguridad a avisarnos de que ya es hora de cerrar; antes de que termine la frase, la chica camina a paso rápido rebuscando algo dentro de su bolso en dirección a la salida. Mientras la veo correr por la plaza intentando resguardarse de la lluvia estoy tentado de gritarle. Claro que sería una horterada, y además yo también me estoy mojando.

De vuelta en casa, mientras oigo a un montón de idiotas debatir en la radio y preparo una insípida ensalada a base de lechuga y atún, revivo otra vez el encuentro. No saber nada de ella es muy literario, pero también frustrante. Los breves encuentros son fructíferos para el arte, o al menos para la cámara de David Lean, pero yo estaba pensando en saberlo todo de ella, en invitarla a cenar en un bar antiguo, en mirar la niebla blanquísima elevarse desde el río justo antes del amanecer, en empotrarla contra el cabecero de la cama, en agarrarla de la cintura y morderle el cuello en mitad de un museo.

Al acabar de comer me siento delante del ordenador y me masturbo pensando en ella mientras veo porno californiano. El asco hacia mí mismo es la tónica habitual de esta hora del día. Intento pensar en ella. La imagino en su casa, haciendo lo mismo que yo, metiéndose los dedos pensando en ese extraño del que nada sabe. En mi caso es una suerte, porque no saber nada de mí es lo mejor que se puede saber. Me pregunto si ella pensará eso de sí misma también. Por mi cabeza cabalgan, de repente, cientos de conversaciones, de paseos, de polvos, de películas, de borracheras. En estas imágenes estamos los dos, y ella habla como si yo hubiera oído alguna vez su voz, y es tan real que vivir en otra parte se vuelve insoportable. Ojalá ella esté sintiendo lo mismo, aunque sólo sea para que sufra un poco. Por cobarde. Como yo.

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Ese oscuro objeto del consumo

Que la sociedad de consumo no puede sobrevivir sin la aportación de las mujeres lo evidenció de manera definitiva la aparición en el mercado de los cigarrillos Virginia Slims, fabricados por Phillip Morris. Corría el verano de 1968, y la experiencia europea del mayo de ese año había dado el toque definitivo a los anunciantes: el movimiento feminista reclamaba para las mujeres un lugar específico y más relevante dentro del espectro social. Esta canción no era nueva, puesto que los movimientos de liberación femenina comienzan en Inglaterra con la propia Revolución Industrial, y todos recordamos los carteles de propaganda específicamente orientado a las trabajadoras durante las guerras mundiales.

Sin embargo, es sólo a partir de la década de los cincuenta del Siglo XX cuando las mujeres empiezan a tener una tasa de inserción laboral por cuenta propia y licenciadas universitarias que permite una todavía tímida equiparación con el sector masculino. Aunque ya había muchísimos anuncios orientados a la consumidora desde los años veinte y treinta, es a partir de estos momentos cuando la mujer irrumpe con fuerza como objeto publicitario; no sólo como destinatario o elemento más o menos accesorio en el proceso de compra o consumo, sino como centro absoluto del mismo.

El eslógan con el que se lanzó la campaña de los cigarrillos Virginia Slims es iluminador en este sentido:“You’ve come a long way, baby”. Una especie de bienvenida con media sonrisa al mundo de los mayores. Un reconocimiento implícito del papel secundario al que la mujer había estado relegada en ciertos aspectos, pero también una repetición de esa misma actitud de benevolencia fingida, una frase que hubiera quedado estupenda en la boca de Bogart, mirando a Lauren Bacall con sorna al final de alguna película: “has recorrido un largo camino, nena”. Hecho que contrasta con que, hacia la misma época, el equipo creativo de algunas agencias, como JWT en Estados Unidos, estuviera compuesto exclusivamente por mujeres.

Veo que no he sido el único que ha tenido esta misma intuición. Esta imagen es el logo de un blog dedicado a la moda.

Esto no debiera sorprender a nadie. Una vez superada la falta de amplitud de miras de las teorías conductistas, queda claro que a día de hoy la labor principal de la publicidad no es ya informar de productos o servicios, y ni siquiera inducir a su compra. La tolerancia del consumidor a la publicidad ha crecido de manera paralela a una suerte de rechazo falto de consciencia: nunca falta quien en una reunión afirma que no compra nada de lo que ve en los anuncios como si eso le liberara de su influencia. Sin embargo, la función principal de la publicidad actual es perpetuar el sistema que le sirve como soporte, sin el cual no podría funcionar de manera hegemónica. Así pues, ejerce una labor capital en la repetición e implantación de valores sociales y formas de comportamiento.

Quizá podríamos decir que las mujeres han acabado por caer presas de sus propias aspiraciones. Desde los años veinte, como decíamos antes, se vendía la imagen de la mujer fumadora como mujer liberada, emancipada, decidida, preparada para una nueva situación social en la que disponía de un poder específico. Sin embargo, no podemos estar seguros de que realmente fumar ayudara al empoderamiento femenino. De lo que sí podemos estar seguros es de que las tabacaleras sacaron una buena tajada del asunto. Así, la publicidad dirigida a mujeres no sólo operaba (y opera) para tratar de que las mujeres se sientan más importantes o atractivas o poderosas, sino también con un tenebroso doppelgänger: si quieres ser una mujer liberada, vas a tener que serlo a través del consumo de los productos que te digamos. Así, el proceso enferma desde su propio nacimiento: una legitimación social producida a través de una cultura del consumo es una legitimación subordinada a los movimientos del imaginario del capital mundial, que como todos sabemos no pierde el sueño por el feminismo.

Podríamos decir, en un resumen atrevido, que la publicidad necesita a la mujer como cliente imprescindible, pero también la usa como herramienta primaria. No les costará mucho pensar en ejemplos. Un anuncio de la Superbowl en el que lo único que vemos es una modelo semidesnuda comiéndose una hamburguesa; una campaña de supermercado que anuncia cosméticos bajo la imagen de una madre y su hija maquillándose frente a un espejo y el lema “la belleza también se aprende”; “busco a Jacq’s”; y casos turbadores, como el de una campaña de Roberto Verino que afirmaba que “diseñar cerámica es otra forma de vestir a la mujer”. Ahí es nada. Y después, todo lo relacionado con el mundo de la moda.

Decía Zsa Zsa Gabor algo así como que no hay mujer fea sino desaprovechada. Otra de esas frases con engaño, que parecen eslóganes para ensalzar el feminismo pero que la publicidad ha acabado por pervertir hasta lo impensable. Ahí donde la vemos, es posible que esta frase sea la causante de que en occidente haya un verdadero ejército de mujeres dejándose los cuartos en auténticas estupideces del estilo de los Biomanán, las galletas que no engordan (serán galletas de aire), y una miríada infame de productos dietéticos y “naturales” del estilo. Como afirma Mercedes López Lucas, “aunque el producto vaya dirigido a nuestro cuerpo, no se centra en nuestro bienestar, sino en buscar la forma de revalorizarlo como si fuera un objeto, porque nos han enseñado desde pequeñas que nuestra imagen física es fundamental para ser aceptadas, y para aumentar la probabilidad de tener éxito social”. De ahí que sea fácil entender que la obsesión por los stilettos y este tipo de zapatos de tacón, que aparentemente representan de manera unívoca a una mujer fuerte, poderosa y liberada. Por llevar unos zapatos (carísimos) en lugar de otros. A mí que me lo expliquen. Las impostadas femme fatalede los anuncios de televisión son las nuevas fumadoras de cigarrillos Virginia Slims.

Parece que en Occidente vivimos bajo un modelo en el que la mujer es, sobre todo, una gran consumidora en un mercado en el que el objeto principal son las personas. En una sociedad lanzada en una carrera sin freno hacia la competitividad, “las personas, igual que los objetos de consumo, deben perpetuarse en un nivel de deseabilidad (…) para evitar ser descartadas y relegadas a una situación de total marginalidad”. Nos acercamos a un peligroso límite: el de no poder considerarnos a nosotros mismos en tanto humanos sino en tanto cuerpos. Primero se rompieron, uno por uno, los vínculos sociales en favor de un individualismo que sólo parece haber beneficiado a las grandes corporaciones. Ahora, en especial en el caso femenino, parece que hemos llegado a la siguiente etapa: ya ni siquiera somos individuos, somos cuerpos que consumen. Y si a esto le sumamos la absoluta abolición de los parámetros y referentes morales o socioculturales que han ocurrido a lo largo del siglo pasado, este atractivo corporal, mimado constantemente, no es ya sólo lo sociológicamente aceptable, sino lo moralmente deseable. Y estamos jodidos con eso.

Ya lo dijo Bill Hicks: el anuncio más efectivo de la historia sería un bellezón sentado en una silla, completamente desnuda, tapándose sus partes pudendas y mirando a la cámara con lascivia. Y un rótulo sobreimpresionado: “Beba Coca Cola”. Era un chiste en los ochenta. Mucho me temo que hoy (quizá entonces tampoco) ya no sorprendería a nadie.

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Se buscan sujetos

Tradicionalmente se ha definido al estilo impersonal como un sello ineludible en el lenguaje periodístico. De la misma manera que ocurre con las presunciones, los condicionales y los subjuntivos, indican una cierta distancia del periodista con respecto al objeto narrado, que conferiría un presunto aire de objetividad a la pieza. El principal problema es, no obstante, que el objeto implica per se unas ciertas nociones de pacto narrativo que pueden o no aplicarse dependiendo de la actitud de los participantes en el proceso, en este caso los medios de comunicación y el público. En estos últimos años de creciente descrédito en el periodismo tradicional, cada vez más los dispositivos narrativos propios del lenguaje periodístico han empezado a asomar como costuras raídas en el traje de un rey desnudo.

Pero hay juegos más sutiles, más profundos y quizá más peligrosos dentro del huracán interminable del derrumbe de los modelos de empresa informativa tradicionales. Por poner un ejemplo, un lector habitual de prensa habrá notado que el estilo impersonal se está generalizando en los titulares de informaciones que tratan temas delicados. Este viernes pasado hemos tenido un ejemplo perfecto: “Suben los impuestos”. ¿Qué pasó ahí? ¿Decidieron los impuestos, en uso de su libre albedrío, subir sin más, para descontento de todos los españoles? ¿Notaron la tendencia a la baja de los tipos de interés en la eurozona y decidieron ser rebeldes y nadar a contracorriente cual salmón tributario (guiño, guiño)?

Pero para buscar ejemplos de despersonalización llevados a lo dantesco, hay que ir al plato fuerte: el ataque con explosivos realizado el 15 de abril por los hermanos Tsarnaev durante la maratón de Boston. En lo que respecta a la información, todo el caso ha sido un desbarajuste, un sinsentido y un cúmulo de malas prácticas verdaderamente sobresaliente; claro que jamás podrán llegar al nivel de los españoles, con sus finiquitos diferidos y sus retribuciones simuladas. Pocos minutos antes de que fuera detenido Dzhokhar Tsarnaev, que se encontraba escondido en un bote, el Boston Globe y otros medios informaban de que “se oían tiroteos”; una ciudad tomada militarmente, en una especie de estado de sitio propio de novela de Camus. Por lo que se sabe hasta el momento, Dzhokhar fue interrogado sin haber recibido la advertencia Miranda, y además sin poder hablar. ¿El motivo? Citando a la prensa, “hubo un tiro en la garganta”. ¿Lo más sorprendente de todo? Por lo que parece, el fugado no iba armado.

¿Cómo hubo entonces un tiro? ¿Apareció de entre la negrura, cual vengador nocturno, y persiguió al desafortunado Dzhokhar, que no sabía la que se le venía encima, y encima por esconderse se enfadó y se clavó a mala leche en su garganta? ¿Quién le disparó en la garganta? ¿Y por qué? ¿Por qué se tiroteó a un hombre que no iba armado? ¿A qué huelen los derechos humanos? ¿No se supone que estas preguntas son del tipo que debería intentar responder el periodismo?

Las estrategias de despersonalización de la información dañan la imagen del periodismo y minan de tal manera su credibilidad que pronto buena parte de la sociedad valorará de igual manera a un periodista y al tipo que se cuelga un cartel de “Compro oro” para pasear arriba y abajo por una avenida. Es comprensible: en la situación española actual, el tipo del cartel podría ser un ingeniero con dos MBA y hablante fluido de cantonés. Los hombres-anuncio más cultos de Europa, y a mucha honra. Además, estas estrategias favorecen un comportamiento del todo anti-periodístico: generan desafección en la ciudadanía hacia la participación política en la sociedad porque dan lugar a la impresión de que este “cotarro” (léase país) lo manejan  “unos cuantos” (también está la posible variante “los de siempre”) y “aquí no va a pagar nadie”.  El cuarto poder aparece aquí, ya institucionalizado y al lado de los otros, no frente a ellos, como parte de esta suerte de camarilla de cuatreros que viven por encima del bien y del mal, como tiránicos dioses helenos hechos de aire y cuentas en Suiza. El periodismo ya no es un instrumento de poder para la ciudadanía ni un soporte de comunicación y debate entre los participantes en el complejo diálogo social de un Estado moderno, ergo el periodismo —este periodismo— ya no nos sirve. Una parte de él, no hay duda, ya no sirve nada más que para hacer de bufonesco vocero de unas ideas que no resuenan en la cabeza de nadie. Un medio de información no puede ser un instrumento de opacidad. Y en ésas estamos.

Es comprensible, pues, que en este momento los medios de comunicación sean vistos como merostransmisores de información, no como generadores de la misma en tanto que aporten análisis, nuevos puntos de vista, o formas de visualizar la historia que puedan ayudar al lector a entenderla lo mejor posible. Como nuestra actualidad da últimamente decenas de ejemplos mejores que los de cualquier obra de ficción, volvamos a ella: cuando uno ve a decenas de periodistas sentados frente a una pantalla de plasma tomando anotaciones  sobre lo que dice el Presidente del Gobierno desde otra habitación, quién sabe incluso si desde otro paradigma espacio-temporal, pedir crédito para la profesión es casi un acto de fe. Los periodistas se convierten, a ojos de buena parte del público, en simples intermediarios que comercian con una mercancía —la información—, le añaden un precio arbitrario y lo revenden al consumidor final. Desde que existe Internet, este paradigma ha venido desmoronándose de forma imparable, puesto que cuando el consumidor consigue acceso directo a la fuente del producto, el papel del mercader no se vuelve sólo innecesario sino también mezquino.

La labor del periodista de nuestro tiempo ha de ser, cómo no, la de hablar claro. La de informar de quiénes hacen qué cosas y por qué motivos, y quiénes y cuándo y cómo y por qué son, o van a ser, los afectados por esos hechos. Parece que el periodismo, al igual que la economía, se ha metido en un lío mayúsculo y anda todo el mundo hablando de cambios de ciclo y medidas anticiclo. Pudiera ser que, en ambos casos, lo que de verdad urja sea volver a plantearse los orígenes del asunto. Y ver qué sucede a partir de ahí.

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De cómo don Quijote jugó al capitalismo

R. llega tarde. El bochorno sevillano cae a plomo sobre el asfalto y los cogotes desprevenidos, y los camareros recogen los toldos y esperan sudorosos que corra un poco de aire. Hemos quedado en vernos en una céntrica cafetería de Sevilla. Aparece siempre con mochila a la espalda y aspecto cuidado, como un Tintín que acaba de bajarse de un tren de Interrail. Algunas canas empiezan a adornar su cabello, aunque su rostro delata que apenas supera la treintena. R. es un hombre hecho a sí mismo; un emprendedor, como diría Bárcenas.

Como buen hombre de negocios, R. es intermediario. Mueve sustancias de dudosa legalidad y sus pingües beneficios pecuniarios en un mundo que ya no conoce fronteras, al menos en lo que respecta a lo económico. Aunque es probable que me mienta para no resultar demasiado escandaloso, afirma que el capital total que ha amasado en los últimos años ronda el medio millón de euros. “Hay quien hasta para hacer negocios sucios se comporta como clase obrera”, apostillo. En tiempos en que la corrupción, rampante por nuestra piel de toro cual caballo de Atila, nos deja perlas como que los empresarios que aparecen en los papeles de Bárcenas podrían haber recibido hasta 2.500 millones de euros por contratas de imparcialidad cuestionable, medio millón parece un atraco a una frutería. Obviamente, no lo es.

R. ha pisado trullo y ha huido de la policía con el carrito del helado, pero en sus palabras se oye aún el deje inocente de quien piensa que jugar en el borde de lo legal es de alguna manera contestatario; hace mucho tiempo, sin embargo, que los vacíos legales derivados de una realidad transnacional son el terreno de juego preferido de los agentes económicos mundiales. De los legales y de los que no lo son tanto. Según una información que ha sacado a la luz recientemente la confederación internacional de periodistas de investigación, un tercio de toda la riqueza mundial (piensen atentamente en esta cifra, porque cuanto más se piensa más brutal es) se encuentra actualmente “escondida” en paraísos fiscales, bajo el celoso cuidado de las leyes de secreto bancario.

Sonríe sardónico cuando le pregunto si él también guarda su dinero en Suiza, como el héroe nacional de los últimos tiempos. “Algo tengo en Suiza, claro”, responde, “pero la mayor parte la guardaba en Chipre. El día que estalló el rescate de Chipre estuve a punto de perder el 40% de mi dinero”. Cogió un avión en cuanto se enteró por la prensa y acampó frente a la puerta de una de las sucursales del banco hasta que, antes del horario oficial de apertura, pudo “resolver la situación” con el director de la misma. Pocas horas después, su dinero volvía íntegro a España dentro de un hermoso maletín de cuero. Y el corralito para los demás.

Pero ése fue solo el primer paso. El límite que impuso Nicosia de no poder sacar más de cien euros diarios de las cuentas corrientes le dio una idea. “Yo quería que la gente pudiera tener más dinero, o creyese tenerlo, pero sin tenerlo”. Pues a Internet, que es el sitio donde mejor existen las cosas que no existen. “Bitcoin era la opción fácil, estaba explotando y el dinero desaparecía”. El flujo de dinero líquido estaba prácticamente paralizado, pero no se habían bloqueado las transacciones con tarjeta. El método era sencillo: los chipriotas pagaban a través de cuentas de Paypal (otra máquina de hacer desaparecer dinero sucio) o, en el caso de los afortunados que tuviesen suficiente efectivo, las transacciones se hacían allí mismo; entregaban el dinero en mano, que iba a parar a una de las cuentas de R., y él los intercambiaba por unos bitcoins que había comprado tiempo antes y a los que les estaba sacando un innegable rédito: comprados alrededor de los treinta dólares, vendidos por más de doscientos. Ley de oferta y demanda. La crisis chipriota propició la subida más espectacular en el precio del bitcoin, que hasta la fecha no ha sido igualada. De hecho, se espera que a finales de año el precio de un bitcoin no supere los 140 dólares.

Si el dinero tiene desde siempre un valor arbitrario y simbólico, acordado socialmente, en la era de Internet este contrato social parece haber ido disolviéndose hasta evaporarse. Herramientas como Bitcoin y Paypal han sido aplaudidas por el capital financiero, que agradece siempre nuevas herramientas para que el dinero fluya(probablemente no pasaría mucho si en su lugar dijésemos huya). Aquella máxima de perseguir el dinero que pregonaban en The Wire, tan válida hoy como entonces no sólo para los Estados sino también para los periodistas, se vuelve cada vez más difícil. El paper trail desaparece en la era de los logs controlados por empresas privadas y protegidos por el derecho a la privacidad en las comunicaciones; y ahora el dinero también puede desaparecer. Billetes negros que se vuelven transparentes, cuyo valor cambia cada día de una manera imposible de predecir, pero eso sí, muy lucrativa para quien sabe jugar.

Cuando le planteo mis dudas a R., recibo más sonrisas sardónicas por respuesta. “¿Qué esperas que haga, que trabaje catorce horas cada día y vuelva a casa con el único deseo de dormir para volver a repetir la misma rutina al día siguiente? Lo que yo hago es básicamente el mismo trabajo del banquero;  él ni siquiera se juega su integridad ni su libertad con lo que hace, y se lucra el triple que yo”. Me cuenta que, durante su episodio en el corralito chipriota, el director de la sucursal bancaria le ofreció “solucionar el asunto” fuera de los circuitos oficiales a cambio de un 5% de la cantidad total que fuera a viajar en el maletín. Y que tuvo que dárselo, claro. “Costes del negocio”, afirma. Me mira y guarda silencio. Es probable que esté pensando en lo mismo que yo, y seguramente con más conocimiento de causa: qué enorme cantidad de mierda humana cae en el saco de los costes del negocio.

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El recuerdo colectivo

La programación de Canal Cocina sigue siendo una inspiración fantástica en lo que respecta a este malestar generalizado, cultural y sociológico, del que hablaba Freud y que aún hoy cae, como relente fino al borde del amanecer, sobre las cabezas del mundo occidental. En uno de esos programas que reponen a las cinco y media de la mañana oí a la presentadora del programa afirmar que iba a añadir unas hojas de albahaca al plato porque, en sus palabras, “nos traen recuerdos de Italia”. Y yo, que nunca he estado en Italia, me puse a pensar.

El conjunto de la existencia humana como “ente social”, más allá de las fronteras del Estado-nación —hoy ya en crisis irreversible—, se ha convertido en una práctica determinada de manera definitiva por los parámetros culturales; no es más que una consecuencia directa y lógica de esa nueva manera de organizar la vida en sociedad a la que conocemos como sociedad de la información (para llegar a la sociedad del conocimientoparece que todavía nos falta un buen rato, visto lo visto) y que autores como Manuel Castells han definido también como sociedad-red.

Parece, pues, sorprendente la elección de términos. Es cierto que, a diferencia de los iconos, que tienen una relación completamente arbitraria con su referente —¿por qué el color ámbar de un semáforo significa que tengamos precaución o paremos, según el caso?—, las prácticas gastronómicas han de tener a la fuerza una relación con las personas que las practican. Sin embargo, para los que somos espectadores de culturas ajenas, también hay ciertas asunciones, prejuicios si se quiere, que asumimos de manera natural y arbitraria. Italia y la albahaca, India y el curry, Marruecos y el Ras el Hanout, etcétera. Pero la naturalidad con la que los chefs de hoy en día cogen un plato de salmorejo, le añaden un trozo de atún crudo y afirman que “nos recuerda a Japón” denota un paso más allá en la prevalencia del hecho cultural sobre la realidad misma.

Tradicionalmente, la memoria se ha venido considerando como reducto último de subjetividad irreplicable; al cabo, lo único que podemos añadir al mundo que no tenga aún es aquello que emana de la propia y personal existencia, es decir, nuestra memoria y nuestra experiencia. No en vano gran cantidad de artistas y pensadores han hecho alegatos en contra del uso de la tercera persona como dispositivo narrativo por considerarlo una trampa; como dice el verso de Enrique García-Máiquez, “cuento mi vida, pero lees la tuya”. También hay posturas más radicales, como la del colombiano Fernando Vallejo, que se desmarca de la siguiente manera: “¡Al diablo con Dostoievsky, Balzac, Flaubert, Eça de Queiroz, Julio Verne, Cronin, Zola, Blasco Ibáñez y todos, todos, todos los narradores omniscientes de todas las dañinas novelas de tercera persona que tanto mal les han hecho a los zafios llenándoles de humo los aposentos vacíos de sus cabezas! ¡Novelitas de tercera persona a mí, narradorcitos omniscientes! ¡Majaderos, mentecatos, necios!”.

Como no quiero convertirme en el señor de la boutade, que para eso ya tenemos a Sánchez Dragó, volvamos a lo importante. La reconfiguración de la memoria en un hecho cultural transnacional es innegable; la supremacía de la experiencia subjetiva se diluye entre el aluvión de fuentes contrastables que circula por la red,  y a su vez la propia realidad se convierte en un discurso colectivo, en un acuerdo entre los miembros de un grupo social cada vez más permeable; se condiciona así de manera determinista la experiencia subjetiva, llegando a anularla por completo en muchos casos. Esto es la extensión natural de otro concepto que comenzó a desarrollarse a principios del siglo pasado: el de la memoria colectiva, que el francés Maurice Halbwachs comenzó a tratar en la década de los veinte, aunque no sería hasta los cincuenta cuando publicase su obra La mémoire collective.

Así pues, es probablemente hora de que nos replanteemos la vigencia de algunos términos, o al menos de la manera que tenemos de usarlos. En primer lugar, hemos de hacer una redefinición de los grupos sociales, liberándoles de una vez por todas de las ataduras de un modelo de estudio sociológico, basado en el Estado romántico, que demuestra cada día no tener ya más recorrido. De hecho, parte de la incapacidad delestablishment sociológico y político para responder de manera adecuada a las presiones del capital financiero mundial tienen su base precisamente en esta situación: la política nacional todavía no quiere admitir que no tiene capacidad de ser un elemento de control de los flujos de dinero simplemente porque éste juega en un terreno mucho más grande —y con menos reglas—.

También quienes están al cuidado de contar lo que pasa, principalmente periodistas e historiadores, han de replantearse algunos de sus métodos. Internet ha cambiado para siempre la manera de escribir la historia, no sólo por la multiplicación de las fuentes ya mencionada, sino también por la omnidireccionalidad entrópica del flujo informativo y su endiablada adicción al instante. La labor del cronista que deja pasar el tiempo parece ir quedando relegada a un segundo plano, aunque no por esto deja de ser —quizá la más— imprescindible. Pero la dimensión de la Historia como un constante “estarse haciendo” y “estar autoevaluándose” cobra cada vez más relevancia.

Todo parece indicar que habrá que andar el camino hacia una ciudadanía global, aunque esté aún por asfaltar. Los cambios de pensamiento, en muchas ocasiones imperceptibles si miramos a escala global o fuera de contextos temporales, se están produciendo en cascada. La reconfiguración de la organización social que se viene produciendo en España, sobre todo a raíz del 15M, es una señal clara del espíritu de los tiempos.

Corremos el peligro de que, si no es a través de esta nueva ciudadanía transfronteriza, el proceso de creación de una “memoria colectiva global” acabe siendo uno dirigido. En esta dirección van los múltiples intentos de los últimos años por parte de los Estados con la intención de controlar la ciudadanía digital en cualquiera de sus formas. Y en ello están. De nosotros depende ahora dejarles que lo hagan.

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Se acaba el batido

Que Paul Thomas Anderson es uno de los cineastas americanos más interesantes de la actualidad es algo que pocos discuten a estas alturas. Muchos de ustedes le conocerán por haber dirigido Magnolia (1999), la única película en que Tom Cruise le llegó a parecer buen actor a algunas personas (por desgracia, no fue mi caso). Ha llegado a hacer lo imposible: dirigir una comedia romántica que se puede ver sin vomitar arco iris y sentir vergüenza por haber querido escribir guiones alguna vez. Por supuesto, hablo de Punch-Drunk Love, y que es una de las mejores películas de su género lo podemos saber a ciencia cierta porque Carlos Boyero, el hombre que escribe sus críticas antes de entrar en la sala de cine, la calificó como “una memez aún más pretenciosa que kafkiana”. El día que encuentre la manera de describir su opinión cinematográfica le explota la mano. Y contemplarlo sería mejor para la salud mental que leer la inmensa mayoría de sus críticas.

Es posible, sin embargo, que sea Pozos de Ambición (2007) la que sin duda consagra a Thomas Anderson como visionario, no sólo en lo que atañe al celuloide sino incluso en lo histórico; aunque bien es cierto que el colapso que comenzó en 2008 estaba ahí desde mucho antes de que ocurriese para los ojos de cualquiera que quisiera mirar. Se me ocurrió la idea la otra noche, cuando intentaba explicarle a un amigo los trasvases mundiales de dinero, ahí es nada, usando de dos vasos de cerveza prácticamente vacíos; llámenme héroe nacional, no me lo merezco. Mientras el espumoso líquido iba y venía entre ambos vasos hasta quedar todo en uno solo (¡qué sorpresa!) convertido en forma de líquido cervecil de dudosa textura, en mi cabeza resonaron las palabras: I drink your milkshake. I drink it up!. Y algo hizo clic.

Es cierto que en la película juega un papel fundamental el elemento religioso, pero ignorémoslo por el momento, que para eso la interpretación es libre. La película de Anderson, basada en la obra Oil! de Upton Sinclair, recorre un amplio arco temporal, que abarca casi una generación completa (unos treinta años),  en el que se hace un repaso por una de las raíces fundamentales del árbol social norteamericano: la fiebre del petróleo de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Me permito citar aquí, en traducción aproximada, al periodista americano Richard Shickel, que en su crítica para la revista Time afirmaba que la película mostraba“el espíritu americano y sus enloquecedoras ambigüedades: ruin y noble, agrio y reservado, hipócrita y algo más que un poco loco en sus aspiraciones”.

En todo caso, la poderosa y sencilla metáfora del batido y la pajita explica con claridad la manera en que, desde el comienzo de la fiebre desreguladora de los ochenta, con su punto álgido en la derogación por parte de la administración Clinton de la Glass-Steagall Act en el año 1999, el capital financiero ha venido extrayendo el flujo de dinero de los ahorradores, basado sobre todo en las rentas del trabajo; el batido de los consorcios económicos se va rellenando continuamente y el capital puede beber hasta saciarse, pero llega un momento en que en el vaso del trabajador ya no queda nada, y el pequeño poso de batido del dinero se retroalimenta hasta hacer burbujitas y calentarse y claro, eso ya no hay quien se lo beba. Bienvenidos a 2013.

Yendo más allá en la imaginación, podría ocurrir incluso que Daniel Plainview hubiera fundado una compañía petrolífera que todavía hoy siguiera viva y en buen estado de forma. Ford fue fundada en 1903. Monsanto (gigante de la industria alimentaria) en 1901. La Coca Cola se introdujo por primera vez en 1886. Associated Oil también en 1901. Así pues, la raíz industrial sigue viva y fuerte y alimentando al árbol de la economía global. Esta tendencia a la perpetuación en el poder también aparece, aunque más de refilón, en una de las mejores series jamás producidas para televisión, Deadwood (David Milch, 2004), emitida en HBO.

Aquí el espectro es más amplio. La intención de Milch es construir un microcosmos fundacional para explicar a pequeña escala, que siempre se entiende mejor, cómo se tejen las redes de poder y de control y cómo esta organización proviene siempre de la conducta social humana más básica y cuasi-animal. Y para ello, nada mejor que otro período de “enloquecedora ambigüedad” de la historia norteamericana: la fiebre del oro, la conquista del oeste y la pelea por los pequeños núcleos de población de evolucionar en organización social para atraer la llegada del ferrocarril a sus poblaciones para poder prosperar. Es curioso comprobar cómo la existencia de un sheriff aceptado por la comunidad, que no deja de ser la expresión básica de una suerte de contrato social, se considera cuasi imprescindible, y que —cómo no— los asuntos de Estado se resuelven entre el bar y el burdel. La banca aparece de la nada allá donde aparece el dinero, siempre de la mano de las familias adineradas que, a la aventura, eran las que podían prestar dinero. Incluso hace una breve aparición el cuarto poder, que ya a veces anda más preocupado de caer bien a unos y a otros que de lo que pasa.

El resto es historia. Para ver cómo esa maquinaria mínima de ordenamiento social se ha convertido en el monstruo económico bajo la papada del cual respiramos, cómo estos árboles de poder se han ido destroncando en multitud inenarrable de ramas que han ido apresando lentamente al mundo entero, también podemos terminar acudiendo a otra serie de televisión: Secret State (Ed Fraiman, 2012). Aunque esta vez ambientado en Reino Unido, y a pesar de su ingenuidad y cierto maniqueísmo en los planteamientos, estos cuatro capítulos sirven para ayudar a hacernos una idea de hasta qué punto ya apenas queda nada de batido en el vaso del capital financiero, y de cómo las burbujas no sólo están ya calientes sino que además están empezando a oler fatal. Como reza el título original de Pozos de Ambición, mucho más visionario —2007, recordemos— que en su traducción española: There will be blood.

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